dissabte, 25 d’abril del 2009

Los días que vivimos religiosamente (I)


1. UN PAQUIDERMO EN EL PARQUE

“Pues ahora me enfado y no respiro”.

“Es mentira, eres un mentiroso, si hablas es que estás respirando”, le recriminó Felipe. Y ante la evidencia de su trampa, Carlos se enfadó en serio. Y en efecto, ahí el niño dejó de respirar: taponó los orificios nasales, cerró la boca y cruzó los brazos, como si el parquecito de arena donde los dos críos jugaban fuera uno de los jardines acuáticos de Poseidón, si es que las posesiones del dios marino pueden calificarse de jardines, puesto que hablar de parques acuáticos ya sería referirse a otra cosa bien distinta.

El pequeño Felipe continuó excavando con su pala, la misma que no había querido prestar a Carlos y que se había convertido, a pesar de estar hecha de plástico y de haber sido comprado en una tienda playera de souvenirs, en el deseo frustrado de un niño caprichoso que amenazaba con un inverosímil suicidio. A Felipe, esta amenaza se la traía al pairo, no tanto por carecer de empatía o compasión como por su obcecación de lograr construir un túnel subterráneo que comunicara el parquecito de arena con la sucursal de “La Caixa”, situada a escasos ciento cincuenta metros del lugar de actos. Aún así, al pequeño Felipe se le hizo extraño cavar un rato sin las constantes quejas de su amigo (amigo forzado, hay que decirlo, pues si hubiera más niños disponibles, Carlos ocuparía el último lugar de sus preferencias), por lo que, casi sin ser consciente, dejó de perforar la tierra y miró por encima de su hombro a ver qué demonios hacía Carlos.

Y ahí estaba el bendito, en la misma posición de enojo, con los brazos cruzados sobre su pecho infantil y las piernas en posición de flor de loto, pero, eso sí, con la cara de un vivo color rojo casi escarlata, hinchada y deformada por el que, sin duda, estaba resultando un gran esfuerzo. Felipe fue a decir algo, pero su intacto orgullo infantil le aconsejó: espera, no creas que Carlos va a resistir mucho más, espera tan sólo un momentito, y verás como, al final, este niño no te deja por un tonto. Y Felipe, precozmente contagiado de un mal que acompaña a gran parte del mundo adulto, cedió ante su orgullo. Sin embargo, si el orgullo, ya con la experiencia que dan los años, resulta patoso dando consejos y recetas, ¿qué puede esperarse del orgullo de otro niño mimado y consentido de tan sólo cinco años? Felipe esperó, con la pala de plástico en la mano, observando el terrible, el titánico esfuerzo de contención respiratoria que Carlos estaba ejecutando.

La cara de Carlos había alcanzado una tonalidad púrpura, que, como es sabido, denota intensidad y tensión en los deportistas ocasionales sometidos a un gran esfuerzo. Más allá de un color u otro, el rostro de Carlos se asemejaba a un tubérculo, pongamos que a una patata, con esas protuberancias tan características que, si bien en las patatas se excusan debido a su tendencia natural a crecer bajo tierra, en el rostro de un niño suponen una malformación preocupante de la que nada bueno puede desearse. Carlos mantenía los ojos cerrados. A saber qué debía pensar en aquellos segundos. Porque sí, todo sucedió en cuestión de segundos; como suele decirse, los hechos se precipitaron, se lanzaron en caída libre desde lo alto de la colina, del monte o de la azotea y, antes que nadie hubiese podido decir: ‘Ganesha’, Felipe contempló, medio fascinado y medio aterrorizado ─seguramente más aterrorizado que fascinado, a juzgar por la mancha de orina que apareció en sus pantaloncitos cortos─, como del tono purpúreo la cara de Carlos pasaba al azul profundo, también llamado marino, y esas protuberancias, que antes tan ingeniosamente podían recordar a las de un tubérculo, pongamos que a una patata, se desarrollaban monstruosamente hasta dar paso a lo que, a ojos de un zoólogo principiante, se asemejaba a una trompa, musculosa y rugosa. El resto de las facciones también se transformaron: las orejas crecieron desmesuradamente y la frente adoptó una forma abombada que parecía sugerir un tumor cerebral del tamaño de una pelota de rugby.

Felipe, tan asombrado estaba el chiquillo ante la transformación de Carlos, dejó caer la pala al suelo, abandonando, sin ser consciente, el proyecto de construir un túnel subterráneo que le permitiera entrar en La Caixa, coger un billete de quinientos euros y salir sin ser visto, ni por los celosos banqueros ni por la entrometida de su mamá. Felipe ahora sólo tenía ojos para los cuatro brazos ─los dos de siempre más dos nuevos, que habían surgido de quién sabe dónde─ que Carlos, o quién fuera que luciera esa magnífica cabeza de elefante, agitaba suntuosamente a escasos centímetros de su cara. Y en esa proximidad, el maravilloso ente paquidérmico pronunció, más o menos con voz atronadora, las siguientes palabras:

“Debido a su actitud, joven Felipe, profundamente egoísta y contraria al correcto devenir del universo, que atenta de modo tan descortés contra los valores más básicos de convivencia y solidaridad, me veo forzado a exigir su dimisión inmediata e irrevocable. Si bien es cierto que el deseo, cualquier deseo, hasta el más liviano, lleva de la mano el sufrimiento y la infelicidad, no es menos verdad que la avaricia y la negativa a compartir bienes e incluso servicios, esto es, la defensa acérrima que ha llevado a cabo de la propiedad privada ─ propiedad, por otra parte, de la cual, usted, joven Felipe, era usufructuario directo sin haber hecho el más mínimo esfuerzo, pues fue su señora madre quien compró la herramienta para excavar ─, no deja más solución que una intervención drástica e inequívoca, que ponga punto y final al desatino que han sido sus bochornosos cinco años de vida”. Y al cabo de pronunciar dichas palabras, el elefante alzó la trompa y emitió un sonido atronador, como la sirena de un transoceánico a punto de zarpar. Felipe lloraba, invadido por completo de un terror inenarrable. El elefante prosiguió con su invectiva:

“No piense, lozano Felipe, que no me hago cargo de lo dramático de la situación que atraviesa. Incluso de su desconcierto ante mi exigencia ineludible de que presente su dimisión. Trataré de hacerle comprender y, hasta cierto punto, reconfortarle. Vayamos por partes: en primer lugar, debe aceptar como un hecho verídico y probado que la vida del ser humano no es una, como los sentidos terrenales inducen a creer. El ser humano, y algunos primates como el orangután y el gorila de lomo plateado, cumplen varios ciclos vitales en los cuales, el inmediatamente anterior determina las circunstancias del presente estado vital. Para hacerlo simple a su corto entendimiento, todos los humanos, orangutanes y gorilas de lomo plateado juegan una promoción constante en cada una de sus vidas y que, según se desenvuelvan en sus actuaciones, mantendrán la categoría, promocionaran o descenderán de nivel. Como puede comprobar, joven Felipe, este sistema universal asegura diversión y entretenimiento para toda la eternidad, o por lo menos, hasta que la estrella más próxima a la madre Tierra explote y se ponga fin al espectáculo. ¿Qué juego buscaremos después para no aburrirnos?, se preguntará ─ Para añadir tajante ─ Eso no es asunto que deba preocuparle ahora, ni mucho menos.
Y, en referencia a su dimisión, joven Felipe, asuma que no hay motivo para esperar setenta años. Como le digo, este juego nunca termina: ¿para qué retrasar la oportunidad de enmendar lo que ya no tiene remedio? Hágame caso ─ no le queda más salida ─ presente su dimisión, que será gustosamente aceptada, y salga con cierta dignidad de este lodazal repugnante que es su vida.”

Un hilo de voz, conmovedor y a su manera espeluznante, escapó de labios de Felipe, que se encontraba ya anegado de lágrimas:

“Quiero a mi mamá…”

“No. Su mamá nada tiene que ver con este caso. No rehúya su responsabilidad: ¡dimita, dimita y dimita!”. Hagamos, rápidamente, un aparte esclarecedor: la mamá de Felipe no se encontraba lejos del parquecito donde su hijo ahora se las veía con un ─cada vez más─ enorme elefante. Era una madre joven y guapa, confiada del bienestar de su hombrecito (como le gustaba referirse a Felipe), aunque no tanto para dejarlo solo, a la buena de dios, en la calle. La madre de Felipe ─ no diremos su nombre, pues no es relevante ─ se había ido a comprar a una charcutería próxima, donde la dependienta la entretenía comentando, con la prensa especializada en las manos, cierta ruptura sentimental de una coplera harto conocida en el país.

El elefante no aparentaba enfado alguno. Su discurso, con todas las explicaciones y exigencias, se había formulado en un estado de profunda serenidad, lo que, junto al insistente lloriqueo del niño pequeño, dibujaba un cuadro de contrastes fríos y crueles.
“Joven Felipe, se lo ruego por última vez: ¿va usted a presentar su dimisión o se resiste a aceptar el correcto devenir del universo?”.
“Mamá… Quiero a mi mamá….”, alcanzó a repetir el desconsolado Felipe. Esas fueron sus últimas palabras, puesto que el divino paquidermo, inconmensurable en su infinita bondad, se puso de pie con agilidad sorprendente (para alguien con ese mastodóntico perímetro de cintura) y alzando sus dos patas delanteras, se dejó caer sobre aquel muchachito, quizá un poco egoísta y con delirantes planes de robo de bancos, pero ¿quién no ha estado alguna vez en horas bajas y a cuántos de nosotros nos ha forzado a dimitir un paquidermo en un parque? Reconozcámoslo, en memoria de Felipe: un juez menos severo le habría dado una segunda oportunidad.

Y aquí, sin más contemplaciones, pondríamos fin a este esperpéntico episodio con resultado de infanticidio, si no fuera porque, entre los árboles del parque, a una distancia prudente pero no tanto como para no distinguir a un elefante de un mocoso de cinco años, se encontraba sentado un joven que respondía al nombre de David Fons y que no daba crédito a todo lo que había observado. Quiso decir algo, avisar a alguien, pero antes ni tan siquiera de pestañear, el elefante se convirtió en un halo de luz, desapareciendo al instante y dejando tras de sí un niño de cinco años transformado en una lamentable mezcla de charco de sangre y comida para canarios Rosenlöcher. David comprendió pronto que sería mejor terminar de fumar el porro en otro lugar, preferentemente en uno donde no murieran niños aplastados por paquidermos que se desintegraran en el aire. Su casa, por ejemplo, cumplía tal requisito. Así que, como quien no quiere la cosa, nuestro chico se levantó, prendió fuego al peta y se dio las de Villadiego.