diumenge, 24 de maig del 2009

Los días que vivimos religiosamente (II)


2. EL DEMONIO ALEGRE

Nunca como en aquel regreso a casa, la ciudad le resultó a David Fons más odiosa y depravada. Mientras la vieja mojigata recrimina a la pareja de chicas que se besan con pasión, el pequeño Rouco ─ su yorkshire terrier─, último compañero de una vida decrépita, deposita en la acera una mierdecita caliente. El jovencito aparca su moto en mitad del carril bici y mira con desdén superlativo al ciclista que debe esquivar la yamaha por entre un grupo de jubilados que, igual que un coro, lanzan al tiempo una retahíla de improperios contra el ciclista, la Virgen y San José. El taxista frena tarde en el cruce de peatones y cuando un viandante le afea su distracción, el peseta saca a relucir al sol su desafiante dedo corazón. Son sólo algunos casos, y no de los más vistosos. Si son estos ejemplos tomados en particular, uno por uno, casi resultan ridículos y por completo banales. No obstante, era el conjunto lo que horrorizaba a nuestro muchacho. Jamás en su vida se había preocupado por el buen funcionamiento de nada, ni tan siquiera de su flora intestinal, pero, en esos instantes, después de contemplar aquella escena entre el niño y el elefante, se había desarrollado en David Fons la capacidad de captar tonalidades sutiles, mayores matices, una definición de la realidad social con una gama de colores ampliada hasta la saturación. Sin preguntarse de dónde le venía tal revelación, comprendió que el vacío es dios, cualquier tipo de vacío, también, por supuesto, el vacío entre las personas, y a pesar de ello, la gente insuflaba hostilidad y discordia y entonces dios debía irse a otro vacío, porque, por definición, el vacío no contenía nada y dios no era otra cosa. Esa idea asustaba a David Fons: la inquina, la mezquindad y la vileza, todas ellas diferentes grados de una educación deficiente, se tornaron reales y sólidas a sus ojos. Nuestro chico temía estar perdiendo la cabeza.

Con el semáforo en rojo, contemplando el ir y venir de personas, bicicletas y automóviles varios, sumergidos todos en la cadencia caótica propia de una coreografía imposible por loca y abominable, una nueva idea ─ esto es, un nuevo temor ─ asaltó a nuestro protagonista. ¿Este espectáculo urbano sería obra del diablo o, por el contrario, cumplía con los designios extravagantes del Supremo Hacedor de todas las cosas? David Fons nunca había sido un filósofo ni tampoco un pensador, ni mucho menos una persona capaz de organizar una cena para seis personas en su casa, y la cabeza, con tanta ebullición de ideas, le dolía cosa mala.

Al pasar por delante del escaparate de un H&M, una hermosa mirada rescató a David de sus turbios pensamientos. Se detuvo delante de aquel maniquí de sutil aspecto femenino. Y sin oponer resistencia ante esta figura de curvas ligeramente anoréxicas y mirada de vicio, David Fons recordó, con ternura (que es una de las mejores maneras de volver a pasar por el corazón cualquier asunto), a su ex novia. La historia del romance truncado no merece demasiado la pena; digamos sólo que ella no tuvo la culpa y que él tampoco. ¿Por qué el maniquí le trajo a la memoria su ex novia? Quizá porque, invariablemente, pensaba en ella todos los días, quizá porque recordaba a su ex novia tan hermosa como el maniquí del H&M o porque, además de las dos anteriores razones, adivinó que aquella chica y el maniquí compartían la misma cantidad de sentimientos humanos, es decir, ninguno y gracias.

“Soy un estúpido y un cobarde. ¿Cómo puedo permitir que un narrador omnisciente, que la mayoría de las veces trata de confundirse con mis propios y más íntimos pensamientos, insinúe que una hermosa chica que me amó ─ de manera ligera en exceso o que se encaprichó, cuanto menos, tan temporalmente como resultan los caprichos, de mi inestable encanto ─ y a la que yo amé con todas las fuerzas que vivían escondidas en los recodos de mi alma turbulenta, era una atractiva muchacha sin mayor encanto humano que un maniquí del H&M?”. Y dando la espalda a la tienda de la cadena sueca, David Fons comenzó a caminar con un nuevo vigor en su ánimo. “No, definitivamente no. Quién alguna vez me ha querido, aunque fuera poco y de modo superfluo, debe ser una persona más humana que un ser estéril con sonrisa artificial, ojos inexpresivos a la par que bonitos y brazos tan articulados como los de un playmobil”.

Evidentemente, la omnisciencia es la capacidad de saber todo, incluso aquellas estructuras de pensamiento no pensadas, esto es, aquellas estructuras que delimitan qué se puede pensar y qué no. En el fondo de su ser, David Fons seguía odiando con todas sus fuerzas a la chica que le hizo tocar la felicidad con ambas manos, para luego arrebatársela sin contemplaciones, largándose a Berlín con un rastas aventurero y mal músico ─ para mayor gloria del orgullo herido de nuestro muchacho ─ y condenarlo así a vagar el resto de sus días con el corazón en carne viva. Ahora, sus buenas palabras en provecho de su ex novia no ocultaban más que una triste y apolillada melancolía por la pérdida del objeto amado. El intento pueril de destruir el monstruo mirando a otra parte.

“No, no y mil veces no. ¡Basta!”, gritó con desespero David Fons. “Ella me quiso, ¡me amó! ¡Yo lo sé, lo sé! ¡Ni poco, ni a la ligera! Me amó, ¡pero estas cosas se acaban, maldita sea!”.
“¿Para qué ofuscarse de esta manera con el narrador omnisciente? ¿No debería usted estar lleno de un gozo indescriptible? Usted, dichoso entre los casi mileuristas, que ha contemplado el milagro de la metamorfosis paquidérmica”, le llamó la atención un hombre estirado en un banco y oculto bajo una manta que, por su roñoso aspecto, parecía haber sido estrenada la noche de coronación de Fernando VII.
“¿Perdone?”
“No es la pregunta correcta, muy apreciado mío. Pudiera ser que, en esta ocasión, simplemente fuera un hombre sin casa ni vida, un desgraciado a quien la Gran Depresión de principios del siglo veintiuno ha dejado a merced de la miseria, la inmundicia y un alcoholismo galopante”. Alzando un brazo por fuera de la manta, brindó al aire con un cartón de vino sujeto en la mano. “Claro está, soy muchas más cosas dependiendo del tiempo al que usted pretenda remitirse: hace diez segundos era la persona a la que usted, bienaventurado entre los precarios, ha despertado a fuerza de gritos. No lo tome a mal: uno, cuando duerme en la calle, se acostumbra al ruido de fondo, pero hay una alerta biológica, una especie de despertador, que se activa cuando se escuchan gritos demasiado cercanos”.
“Disculpe, no le había visto. No era mi intención molestar”.
“Evidentemente, sé que no quería molestarme y, sobretodo, sé que no me había visto, puesto que nadie me ve. Pero los hechos son los hechos, ¿comprende? La mayor parte de las veces los hechos son los hechos, y sólo en contadas ocasiones los hechos pueden ser considerados otras cosas, tipo un meteorito que se pasea a setenta millones de kilómetros de la atmosfera terrestre, o un gol en fuera de juego, qué sé yo… Los hechos son los hechos, incluso para usted, bienhallado amigo.”
“Eh… Perdone, no acabo de... de… Además, tengo prisa…”
“Usted tiene prisa y yo tenía sueño. Fíjese como están construidas las cosas: de tal manera que el vacío queda suplantado por cualquier otro asunto, incluso por malentendidos. No, no: me he expresado mal. Casi siempre, el vacío queda suplantado por malentendidos. Es una situación diabólica, ¿no cree, oh bien amado?
“¿A qué vienen todos estos titulitos de ‘bienaventurado’, ‘bienhallado’…? ¿Me toma el pelo?”
“Sólo trato de ser cortés. Soy un demonio alegre, pero no por eso dejo de ser cortés”. Incorporándose para tomar asiento, preguntó sin ocultar cierta malicia: “¿Por qué se molesta con el narrador que todo lo ve y todo lo sabe? Tan sólo está explicando que su ex novia era una chica que le hizo mucho daño, y que usted no ha sabido ni perdonar ni olvidar, ¿o acaso es falsa tal suposición?” Y añadió: “¿Tan terrible le supone reconocerse rencoroso y lleno de orgullo? ¿Tan poco humano se juzga?”
David Fons no supo qué contestar. De pronto, pensó que el reverso del amor no era el odio, si no la indiferencia. Pero no abrió la boca.
“Mire, vamos a saltarnos el guión preestablecido”, dijo impaciente el mendigo bufón. “Ahora yo debía proponerle tres tentaciones, una mayor y más suculenta que la anterior, y usted debía evidenciar por qué ha sido escogido como héroe de esta historia, resistiendo estoicamente a mis intentos por hacer caer al dichoso entre los hombres”. David Fons no daba crédito. Lo único que fue capaz de hacer fue encender el porro, y eso porque era un reflejo automático.
“Le propongo”, continúo el mendigo, “la realización de su mayor anhelo, directamente y sin rodeos ni preámbulos ni mayores artificios: que esa ex novia suya, esta misma noche, le pida pasar el resto de sus días en su compañía. Y tenga en cuenta que queda tajantemente excluida la posibilidad del divorcio. ¿Cómo le ha quedado el cuerpo, amigo?”
“Oiga, no sé quién es usted ni por qué le estoy escuchando. Ahora me voy a ir, y se acabó la tontería. Buenas noches tenga”.
“Le hablo en serio, querido David Fons, muy en serio. Dígame que sí, que acepta mi trato: a cambio de nada le concederé su mayor deseo. Convendrá conmigo que para rechazar un acuerdo así, hay que ser esforzadamente estúpido. Las condiciones son en conjunto ventajosas: cero interés hasta el día de su muerte... Nos han enseñado que hay que aprender a perdonar, a que el tiempo lo cura todo. Usted, que no es tonto, sabe que no son más que cuentos para niños: nadie que se haya jugado lo más preciado de su vida y lo haya perdido, puede olvidar sin más; no hablemos ya de perdonar. Hay heridas que no cicatrizan nunca. El perdón es el recurso retórico de los que no necesitan perdonar, ¿entiende usted, querido?”
Evidentemente, David no comprendía una sola palabra del absurdo discurso del mendigo guasón. Sólo sentía unos anhelos irresistibles de salir volando y alejarse de tan perturbador personaje. Sin embargo, no adelantemos acontecimientos. Antes que nada, una tercera persona, un hombre con aspecto de desempleado crónico venido a menos, se acercó a la escena protagonizada por el mendigo bufón y nuestro David Fons, de forma pausada, igual que si lo hiciera deslizándose sobre una de esas cintas transportadoras, tan de los aeropuertos. O por citar otra imagen ─menos prosaica y tal vez menos antipática que hablar de aeropuertos ─ sobre la extrema quietud que desprendía el recién llegado, digamos que se aproximó al foco de nuestra historia caminando sobre las aguas dormidas de una cala en algún punto perdido de la Costa Daurada.